III.- DE CÓMO KORDURAS CONSIGUIÓ QUE EL AYUNTAMIENTO AMPLIARA LAS INSTALACIONES DE LA CASA CONSISTORIAL Y HABILITARA ÉSTAS PARA LA RECAUDACIÓN DE OBJETOS PERDIDOS DE CONSIDERABLE VOLUMEN
Así habló Korduras:
“Amigo Agudo, y presentes. Tras mucho cavilar en los últimos días, ¡ah!, oficio al que nuestros congéneres cada vez con menos asiduidad se dedican para nuestra mayor congoja... Digo que tras mucho ver en mis paseos vespertinos hileras interminables de vehículos a motor que avanzan a un Kilómetro por hora (aunque sean proporcionados con el fin de alcanzar los trescientos en carretera abierta)... y tras mucho luchar día a día con la ocupación que estos advenedizos cacharros hacen de nuestro propio espacio vital de peatones de pro, he decidido que hemos de dar una lección, otra más, a la Humanidad. Y he tomado en consideración una antigua propuesta que nuestro asesor jurídico, el Señor Agudo me hiciera.
“Este es el razonamiento: Imaginen ustedes que yo abandonase en plena vía pública mi televisión gigante, porque o bien no puedo subirla hasta mi casa, o bien no es posible allí depositarla dado su volumen. O por carecer de un espacio habilitado a tal fin, pongamos un sótano, donde resguardarla del tiempo inclemente y el salvajismo de determinados individuos. Huelga decir que la causa reside en los volúmenes de dicho aparato imaginario, que superan lo pensable para
tales electrodomésticos. Conjeturen ustedes, pues, que una persona, paseando acompañado de su familia encuentra mi televisor aparcado entre dos automóviles. Supongamos que ese sujeto, cumpliendo con sus deberes ciudadanos, levanta a su hijo de pocos meses del carricoche y coloca como puede en él mi televisor para llevarlo a la oficina municipal de objetos perdidos. ¿Qué derecho tendría yo a condenar la actuación de este buen ciudadano si obró de buen corazón y con toda legalidad? ¿Podría el poder munícipe atacar tal acción por ser cumplidas sus propias directrices, la recta moral ciudadana y el deber de auxilio de los unos para los otros?”
Korduras esperó una contestación en sus interlocutores. Agudo sonreía y se limitó a decir: “De ninguna manera, querido Korduras”, Fernández se removía en su asiento intentando relacionar los paseos vespertinos del Señor Korduras, su televisión gigante, el carricoche del niño y qué tenía que ver el poder munícipe.
Así que prosiguió el líder: “Pues bien. Demostrado queda ya, y por ello no veo adecuado entrar en consideración de la contaminación que los vehículos de motor ocasionan en nuestras ciudades y en el mundo todo... Asimismo, digo, demostrado queda el sucio negocio tirano de almas que tras él se esconde, y demostradas quedan las falsas necesidades que en nuestros congéneres se han creado. Por supuesto, es indiscutible el bienestar que tales artefactos pueden crear, sobre todo cuando se trata de servicios comunales. Loados sean por su rapidez los servicios de incendios y las ambulancias, los Ángeles de la Noche y los mensajeros. Sin embargo, queridos amigos, cada cosa en su sitio. Lasciudades son para los seres humanos sin distinción de habilidades o torpezas propias. El vehículo está fuera de su hábitat. Imaginemos de nuevo a nuestro estimado y quijotesco ciudadano que transita por la ciudad empujando el carricoche donde su pequeño hijito duerme. Imaginémoslo exactamente en cualquiera de las calles –de tantas como hay- cuya acera no mide más de un metro. ¿Cuántas veces tendrá que bajar a la calzada exponiendo el carricoche y su hijito a cualquier iracundo automovilista? ¿Cuántas veces levantará el susodicho carrito por encima de los vehículos que ocupan, sustraen e invaden toda la acera? Será tortuoso, desde luego, su paseo. Supongamos que se trata de otro hombre que por avatares de la vida necesita de una silla de ruedas para sus desplazamientos y que vive en cualquier de las calles antes nombradas. Una mañana decide salir a respirar el enrarecido aire que nos envuelve, y ya ataviado se dirige al portal. Cuando lo abre, -oh, sorpresa- , de bruces se da con el morro de un coche que, por supuesto, así aparcado, le impide salir a la calle. Y por humanidad, me niego a suponer que sea imperiosa su salida al exterior. Y lo dicho, por las nalgas de Juana, que es cierto.”
“Pues claro”. Era Agudo quien asentía. Fernández percibió que empezaba a ver todo un poco más claro, y encontró explicación a porqué el camino hacia el trabajo se le hacía tan sinuoso, pues había asumido de tal manera la presencia de los automóviles en su vida diaria que no había caído en la cuenta de cómo le usurpaban el territorio vital día a día.
“Os propongo una nueva demostración de coherencia a nuestros conciudadanos. Para ello el próximo viernes os convoco a media mañana, en la Calle Mayor. Tomaremos un automóvil, equipados con largas barras de metal, lo elevaremos y lo llevaremos en procesión. El Señor Agudo, dada la calidad de su profesión, actuará como notario; el Señor Cabales ya ha puesto sobre aviso a la televisión local por si cualquier salvaje en uniforme nos hiciese frente, quede retratado. De esta guisa nos presentaremos en la Oficina Municipal de Objetos Perdidos y daremos cuenta al funcionario sobre dónde hallamos el objeto en cuestión perdido o abandonado, y daremos nuestros nombres y filiaciones por si acaso el dueño quisiese gratificarnos, o si este no aparece, para adquirir la propiedad del objeto o la parte que nos correspondiese en caso de que fuese subastado.”
Y así se hizo. Un viernes soleado sorprendió a la Sociedad en plena Calle Mayor, armados con las largas barras de metal y equipados con amplias ropas de trabajo de color azulón. Allí estaba el Señor Agudo levantando acta, el Señor Cabales y sus cámaras, el Señor Fernández, tan humilde, tirando hacia arriba de uno de los extremos de una barra y el Señor Korduras, que organizaba el alzamiento del coche elegido al azar.
La Sociedad acompasó sus movimientos y se dirigió hacia el Ayuntamiento, entre los rostros sorprendidos de viandantes y conductores. Por supuesto, el primer agente municipal que se cruzó en su camino se dirigió con paso altivo, con autosuficiencia y cara de poderoso tras amplias gafas de sol, hacia ellos:
- ¿Qué coño hacen ustedes con ese vehículo? –preguntó o vociferó.
- ¿Se dirige a nosotros agente? –ahí Korduras sacó toda su capacidad de calma y buen talante.
- ¡Por supuesto!
- Perdone usted, pero no entiendo su idioma.
- ¡¡¡Cómo!!! ¡¡¡Cómo se atreve...!!! –el policía, todo él, era una descarga de furia.
- Si desea usted que le entienda, procure hablar con educación y respeto, de la misma manera que yo le hablo. Y tenga usted la delicadeza de quitarse esas gafas de sol, como toda persona que se precia hace antes de entablar conversación alguna. Y claro está, anúnciese al menos con un “Buenos días”. Como estoy seguro de que no seguirá ninguno de mis consejos, buenos días señor agente, y andando que es gerundio –Korduras prosiguió su camino abriendo paso a tan pagana procesión.
El agente quedó clavado en el asfalto. Frío, perplejo, sin haber entendido, por supuesto, nada: absolutamente nada. Giró sobre sus talones y se dio de narices con la cámara. Inmediatamente desdibujó el maléfico rostro, sonrió y sacó pecho, por si los vecinos le veían por televisión.
Llegados al Ayuntamiento, el funcionario local no pudo sino aceptar el objeto perdido, al no poder oponer norma alguna. Extendió el resguardo correspondiente e hizo sitio en el reducido almacén para colocarlo. Momentos después se personó allí el Psiquiátrico con orden de recoger a un individuo que había llevado un coche al Ayuntamiento aduciendo que era un objeto perdido. El médico analizó allí mismo al señor Korduras, jefe de la operación, y dictaminó que le fuese puesta
la camisa de fuerza y llevado al Centro Psiquiátrico para realizar un examen en profundidad.
La presencia del señor Agudo en el pabellón psiquiátrico con el acta notarial en las manos y la retransmisión en el noticiero de mayor audiencia de las imágenes conseguidas por el Señor Cabales, enfriaron las ansias del Doctor Bloqueatti para estimar el encierro preventivo de don Juan Luis Korduras.
Las consecuencias no se hicieron esperar, fue grande la resonancia de tal evento en la ciudad y otros muchos de dedicaron a retirar vehículos de sus aceras y llevarlos al Ayuntamiento. Este, en Pleno Extraordinario, acordó habilitar un viejo edificio de diez plantas para estos menesteres.
El señor Fernández, cada vez más íntimo del señor Korduras, corrió presto a darle tan venturosa noticia. Y éste se limitó a decir:
- ¿Acaso le sorprende amigo Fernández? La Razón siempre resplandece.
Así habló Korduras:
“Amigo Agudo, y presentes. Tras mucho cavilar en los últimos días, ¡ah!, oficio al que nuestros congéneres cada vez con menos asiduidad se dedican para nuestra mayor congoja... Digo que tras mucho ver en mis paseos vespertinos hileras interminables de vehículos a motor que avanzan a un Kilómetro por hora (aunque sean proporcionados con el fin de alcanzar los trescientos en carretera abierta)... y tras mucho luchar día a día con la ocupación que estos advenedizos cacharros hacen de nuestro propio espacio vital de peatones de pro, he decidido que hemos de dar una lección, otra más, a la Humanidad. Y he tomado en consideración una antigua propuesta que nuestro asesor jurídico, el Señor Agudo me hiciera.
“Este es el razonamiento: Imaginen ustedes que yo abandonase en plena vía pública mi televisión gigante, porque o bien no puedo subirla hasta mi casa, o bien no es posible allí depositarla dado su volumen. O por carecer de un espacio habilitado a tal fin, pongamos un sótano, donde resguardarla del tiempo inclemente y el salvajismo de determinados individuos. Huelga decir que la causa reside en los volúmenes de dicho aparato imaginario, que superan lo pensable para
tales electrodomésticos. Conjeturen ustedes, pues, que una persona, paseando acompañado de su familia encuentra mi televisor aparcado entre dos automóviles. Supongamos que ese sujeto, cumpliendo con sus deberes ciudadanos, levanta a su hijo de pocos meses del carricoche y coloca como puede en él mi televisor para llevarlo a la oficina municipal de objetos perdidos. ¿Qué derecho tendría yo a condenar la actuación de este buen ciudadano si obró de buen corazón y con toda legalidad? ¿Podría el poder munícipe atacar tal acción por ser cumplidas sus propias directrices, la recta moral ciudadana y el deber de auxilio de los unos para los otros?”
Korduras esperó una contestación en sus interlocutores. Agudo sonreía y se limitó a decir: “De ninguna manera, querido Korduras”, Fernández se removía en su asiento intentando relacionar los paseos vespertinos del Señor Korduras, su televisión gigante, el carricoche del niño y qué tenía que ver el poder munícipe.
Así que prosiguió el líder: “Pues bien. Demostrado queda ya, y por ello no veo adecuado entrar en consideración de la contaminación que los vehículos de motor ocasionan en nuestras ciudades y en el mundo todo... Asimismo, digo, demostrado queda el sucio negocio tirano de almas que tras él se esconde, y demostradas quedan las falsas necesidades que en nuestros congéneres se han creado. Por supuesto, es indiscutible el bienestar que tales artefactos pueden crear, sobre todo cuando se trata de servicios comunales. Loados sean por su rapidez los servicios de incendios y las ambulancias, los Ángeles de la Noche y los mensajeros. Sin embargo, queridos amigos, cada cosa en su sitio. Lasciudades son para los seres humanos sin distinción de habilidades o torpezas propias. El vehículo está fuera de su hábitat. Imaginemos de nuevo a nuestro estimado y quijotesco ciudadano que transita por la ciudad empujando el carricoche donde su pequeño hijito duerme. Imaginémoslo exactamente en cualquiera de las calles –de tantas como hay- cuya acera no mide más de un metro. ¿Cuántas veces tendrá que bajar a la calzada exponiendo el carricoche y su hijito a cualquier iracundo automovilista? ¿Cuántas veces levantará el susodicho carrito por encima de los vehículos que ocupan, sustraen e invaden toda la acera? Será tortuoso, desde luego, su paseo. Supongamos que se trata de otro hombre que por avatares de la vida necesita de una silla de ruedas para sus desplazamientos y que vive en cualquier de las calles antes nombradas. Una mañana decide salir a respirar el enrarecido aire que nos envuelve, y ya ataviado se dirige al portal. Cuando lo abre, -oh, sorpresa- , de bruces se da con el morro de un coche que, por supuesto, así aparcado, le impide salir a la calle. Y por humanidad, me niego a suponer que sea imperiosa su salida al exterior. Y lo dicho, por las nalgas de Juana, que es cierto.”
“Pues claro”. Era Agudo quien asentía. Fernández percibió que empezaba a ver todo un poco más claro, y encontró explicación a porqué el camino hacia el trabajo se le hacía tan sinuoso, pues había asumido de tal manera la presencia de los automóviles en su vida diaria que no había caído en la cuenta de cómo le usurpaban el territorio vital día a día.
“Os propongo una nueva demostración de coherencia a nuestros conciudadanos. Para ello el próximo viernes os convoco a media mañana, en la Calle Mayor. Tomaremos un automóvil, equipados con largas barras de metal, lo elevaremos y lo llevaremos en procesión. El Señor Agudo, dada la calidad de su profesión, actuará como notario; el Señor Cabales ya ha puesto sobre aviso a la televisión local por si cualquier salvaje en uniforme nos hiciese frente, quede retratado. De esta guisa nos presentaremos en la Oficina Municipal de Objetos Perdidos y daremos cuenta al funcionario sobre dónde hallamos el objeto en cuestión perdido o abandonado, y daremos nuestros nombres y filiaciones por si acaso el dueño quisiese gratificarnos, o si este no aparece, para adquirir la propiedad del objeto o la parte que nos correspondiese en caso de que fuese subastado.”
Y así se hizo. Un viernes soleado sorprendió a la Sociedad en plena Calle Mayor, armados con las largas barras de metal y equipados con amplias ropas de trabajo de color azulón. Allí estaba el Señor Agudo levantando acta, el Señor Cabales y sus cámaras, el Señor Fernández, tan humilde, tirando hacia arriba de uno de los extremos de una barra y el Señor Korduras, que organizaba el alzamiento del coche elegido al azar.
La Sociedad acompasó sus movimientos y se dirigió hacia el Ayuntamiento, entre los rostros sorprendidos de viandantes y conductores. Por supuesto, el primer agente municipal que se cruzó en su camino se dirigió con paso altivo, con autosuficiencia y cara de poderoso tras amplias gafas de sol, hacia ellos:
- ¿Qué coño hacen ustedes con ese vehículo? –preguntó o vociferó.
- ¿Se dirige a nosotros agente? –ahí Korduras sacó toda su capacidad de calma y buen talante.
- ¡Por supuesto!
- Perdone usted, pero no entiendo su idioma.
- ¡¡¡Cómo!!! ¡¡¡Cómo se atreve...!!! –el policía, todo él, era una descarga de furia.
- Si desea usted que le entienda, procure hablar con educación y respeto, de la misma manera que yo le hablo. Y tenga usted la delicadeza de quitarse esas gafas de sol, como toda persona que se precia hace antes de entablar conversación alguna. Y claro está, anúnciese al menos con un “Buenos días”. Como estoy seguro de que no seguirá ninguno de mis consejos, buenos días señor agente, y andando que es gerundio –Korduras prosiguió su camino abriendo paso a tan pagana procesión.
El agente quedó clavado en el asfalto. Frío, perplejo, sin haber entendido, por supuesto, nada: absolutamente nada. Giró sobre sus talones y se dio de narices con la cámara. Inmediatamente desdibujó el maléfico rostro, sonrió y sacó pecho, por si los vecinos le veían por televisión.
Llegados al Ayuntamiento, el funcionario local no pudo sino aceptar el objeto perdido, al no poder oponer norma alguna. Extendió el resguardo correspondiente e hizo sitio en el reducido almacén para colocarlo. Momentos después se personó allí el Psiquiátrico con orden de recoger a un individuo que había llevado un coche al Ayuntamiento aduciendo que era un objeto perdido. El médico analizó allí mismo al señor Korduras, jefe de la operación, y dictaminó que le fuese puesta
la camisa de fuerza y llevado al Centro Psiquiátrico para realizar un examen en profundidad.
La presencia del señor Agudo en el pabellón psiquiátrico con el acta notarial en las manos y la retransmisión en el noticiero de mayor audiencia de las imágenes conseguidas por el Señor Cabales, enfriaron las ansias del Doctor Bloqueatti para estimar el encierro preventivo de don Juan Luis Korduras.
Las consecuencias no se hicieron esperar, fue grande la resonancia de tal evento en la ciudad y otros muchos de dedicaron a retirar vehículos de sus aceras y llevarlos al Ayuntamiento. Este, en Pleno Extraordinario, acordó habilitar un viejo edificio de diez plantas para estos menesteres.
El señor Fernández, cada vez más íntimo del señor Korduras, corrió presto a darle tan venturosa noticia. Y éste se limitó a decir:
- ¿Acaso le sorprende amigo Fernández? La Razón siempre resplandece.
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